Publicado hace 2089 días
Artículo publicado por la participante Orlanda María Agudelo Mejía en el 1º Concurso de Artículos Docentes Grupo Geard Colombia.
Sordos han existido siempre en la historia de la humanidad, en todas las latitudes.
La sordera se da por múltiples razones: infecciones en los oídos, lesiones cerebrales, situaciones críticas en la gestación, parto y postparto; la sordera congénita puede ser además hereditaria, y hay un número significativo de casos (alrededor de un 30%) en que las causas son desconocidas.
Además, las condiciones específicas de nuestro país producen anualmente un gran número de discapacidades asociadas al conflicto armado.
Hay varias clases o niveles de “discapacidad auditiva”, entre las que contamos la sordera profunda o severa, la hipoacusia o dificultad relativa para escuchar, y otras deficiencias auditivas leves.
Entre tanto, las posibilidades de que se presenten casos de sordera en un territorio como el nuestro no son mínimas: a 2015 el Instituto Nacional para Sordos (INSOR) reportaba más de 450.000 personas con dificultades auditivas.
La relación de las comunidades oyentes con esta diferencia a lo largo de la historia ha generado diversas actitudes, acordes con el momento histórico, económico y político: unas (diríase la gran mayoría), optaron por el aislamiento y el abandono; otras han sido quizás respetuosas y conocedoras de capacidades distintas a las del grueso de la población, como sugieren algunas obras literarias (Palabras de caramelo, de Gonzalo Moure, Óyeme con los ojos, de Gloria Díaz) y documentales (Veo una voz, de Oliver Sacks).
El solo hecho de ser “diferente”, de presentar uno o más rasgos físicos o culturales distintos al de su comunidad, hace que una persona se encuentre en una situación de quiebre respecto al grupo que, por filiación o por cercanía espacial o generacional, debería acogerle.
A quien se sale de la norma, de lo socialmente aceptado en términos biológicos o comportamentales, no sólo se le denomina de una forma especial, sino que se le asignan otros roles y sitios simbólicos.
En el caso de las personas sordas, esta marcación obedece no tanto a que sean individuos especialmente llamativos, sino precisamente a que en la mayoría de los casos se trata de personas aparentemente normales, que nacen y crecen en el seno de familias por completo acordes a la normatividad y formas sociales de su entorno, pero que demandan de su grupo (familiar, social, de pares) el uso de un código lingüístico distinto al habitual, la Lengua de Señas, o un modo de comunicación gestual, por incipiente que sea, distinto por supuesto, al lenguaje oral que usan los demás de manera competente, por lo que, se supone, no encajan en las expectativas de estos núcleos familiares y sociales.
Consecuentemente, quienes desconocen este tipo de código y sus implicaciones en la constitución del sujeto sordo, casi invariablemente buscarán que aprenda la lengua materna, oral, ignorando por completo sus necesidades y posibilidades.
Las actitudes de segregación que en la mayoría de los casos de sordera se dan en las familias y en otras instancias sociales, se sustentan en ideologías y prácticas occidentales que nacen y se fortalecen con el desarrollo del Estado moderno. En ese momento histórico, con el refinamiento de la idea de Estado, que aglutina y “vela” por sus asociados, la necesidad de uniformar, de “normalizar”, se evidencia en el diseño y ejecución de estrategias de control aplicadas a sujetos que se salen del molde, que no encajan.
Este es el caso de los “enfermos”.
El tema de los sordos, sin embargo, tiene características de análisis distintas a las de otros grupos poblacionales desarraigados. Sus necesidades específicas en cuanto a comunicación y acceso a la información llevan a concluir que constituyen una “minoría lingüística” y en este sentido, ellos y quienes han estudiado su lenguaje natural, reconocen su pertenencia a una “comunidad”:
“Hacia finales de la Edad Media se rompe el aislamiento que imponía el régimen feudal. La vida se hace activa en las ciudades, se multiplican los intercambios de todo tipo entre las naciones y los viajes ponen en contacto diferentes poblaciones y culturas. Estas condiciones, es lícito suponerlo, también abarcaron a los sordos en sus efectos, y contribuyeron a su agrupamiento, a la formación de sus comunidades y al desarrollo de la lengua de señas” (Sánchez, 1990: 41).
Desde antes del Renacimiento algunos intelectuales (sacerdotes y filósofos) que fungían como maestros, se interesaron por esta forma de comunicación que parecía ser eficaz, especialmente en la labor evangelizadora que no llegaba a quienes no podían escuchar los sermones en la iglesia.
No obstante, “algo sucedió en algún momento para que las cosas cambiaran como cambiaron” (Sánchez, 1990) con la aparición de una ideología que juzgaba no humano el lenguaje gestual y más bien lo asociaba a los monos, al punto que se oficializó el uso del lenguaje oral, esto es, la obligatoriedad de que todas las personas, independientemente de las dificultades que tuvieran para comunicarse, lo usaran como símbolo de humanidad:
“Para los pedagogos de los siglos XVI y XVII, no se había planteado una disyuntiva entre lo oral y lo no oral… Dar la palabra al sordo cobraba el sentido de permitirle expresar su pensamiento por medio del lenguaje, siendo secundaria la forma de expresión de este lenguaje. Esta manera de pensar es lógica y llena de sentido común. Pero en el siglo XVIII ya encontramos firmemente expuesta una idea diferente: la palabra hablada tendrá la primacía absoluta sobre toda forma de comunicación. Y más, la palabra hablada será considerada como la única credencial de humanidad” (Sánchez, 1990: 43).
Para los objetivos económicos y políticos que se avizoraban en el Renacimiento por parte de los agentes del Estado con las empresas colonizadoras, la población con alguna discapacidad seguramente no representaba una prioridad, más bien un estorbo del que había que deshacerse, en la consideración de que pusiera “en peligro la existencia misma de la sociedad”.
Si para quienes mostraban otras diferencias de tipo comportamental o físico se crearon centros de reclusión para su “tratamiento” y control (cárceles, hospitales, manicomios), para los sordos fueron creadas las escuelas de rehabilitación, es decir, se crearon recintos en los que, con métodos poco amigables y con demanda de mucho tiempo y trabajo aprendieran a emitir sonidos al menos parecidos al lenguaje validado para la mayoría de la población.
Es con estas prácticas que empieza a darse un cambio en el manejo de la diversidad. Lo que antes se trataba con métodos punitivos, en la perspectiva de normalizar al a-normal, comienza en este período (siglo XVIII) a ser tarea de los agentes de salubridad de las ciudades: se consideraría la sordera como una enfermedad, una patología que requiere corrección, terapia (provista tanto por los médicos como por los docentes y las familias de los “enfermos”), y la lengua de señas una estrategia sin valor que debía desaparecer.
“…puesto que el cuerpo humano, a partir de los siglos XVI-XVII, se hizo esencialmente fuerza productiva, todas las formas de dispendio irreducibles a la constitución de las fuerzas productivas, y por ende perfectamente inútiles, han sido proscritas, excluidas, reprimidas” (Foucault, 1976: 33).
Esta es una concepción que, desafortunadamente, ha pervivido hasta hoy: la medicalización de la diferencia, conocida hoy como “discapacidad” (término que conlleva la idea de a-normalidad), es el mecanismo del poder ejercido sobre los cuerpos, desde el Estado a través de las salas de terapia auditiva y de los quirófanos que insisten en la “re-habilitación” (hacerle hábil para la producción), por medio de implantes que prometen la “recuperación” de la escucha, en desmedro del uso de la lengua de señas de cada país. Por supuesto, la escuela también hace parte de estos modos de control del Estado.
En Colombia, la historia de la comunidad sorda ha pasado por procesos similares a los descritos para Europa y Norteamérica. Partiendo de una experiencia oralizante, es decir, de la inserción en la cultura a partir de la lengua materna (oral) que no puede escuchar y por ende entender, y siguiendo con el ingreso en un sistema escolar que igualmente pasa por encima de sus necesidades especiales, el niño sordo crece ajeno a la mayor parte del legado cultural que proveería elementos identitarios.
Hablamos entonces de la violación de derechos fundamentales de los niños, por omisión, pues a la mayoría de ellos se les niega la posibilidad de desarrollar su potencial cognitivo, desde la primera infancia, basado en el lenguaje pertinente a sus características biológicas, es decir a la lengua para la que naturalmente están dispuestos, que es la Lengua de señas.
El desconocimiento de estas necesidades, así como de la estructura de ese otro lenguaje, no exonera a las familias, docentes y cuidadores, de la responsabilidad de ofrecer a sus familiares sordos los recursos necesarios para su desarrollo intelectual; sin embargo, en muchísimos casos la sordera se sigue considerando incapacidad, déficit cognitivo; en otros tantos, ni siquiera se diagnostica.
La legislación en estos asuntos trasluce todavía discriminación. En la educación, esperamos se materialice el ideal de hacer Nación con ciudadanos competentes y participativos, pero el panorama no es alentador.
Si los niños, niñas y jóvenes que ingresan en el sistema educativo regular muestran niveles tan bajos en cuanto a los estándares internacionales (imposible no situarse en la lógica de la globalización), ¿qué esperaremos de quienes no tienen acceso, por medio de un código acorde a sus necesidades, a las palabras, narraciones y dichos que durante la infancia incorporan una estructura mental, reflejo de su particular cultura?
El reconocimiento de la Lengua de Señas Colombiana (LSC) como la lengua oficial de la población sorda en Colombia, apenas se dio en 1996, a través de la ley 324, y en el decreto reglamentario 2369/97 se establece la necesidad de una educación bilingüe para los sordos y de los servicios de interpretación.
“Es un axioma afirmar que la lengua materna – lengua natural- constituye la forma ideal para enseñar a un niño. Obligar a un grupo a utilizar una lengua diferente de la suya, más que asegurar la unidad nacional, contribuye para que ese grupo, víctima de la prohibición, se segregue cada vez más de la vida nacional” (Ramírez y Castañeda, 2004:19).
Pero ya desde la emisión de la ley General de Educación 115/94, y su decreto reglamentario 2082 de 1996, que establecen la integración de las poblaciones especiales al sistema educativo regular, legislando sobre la transformación gradual de las instituciones actuales de educación especial, estas personas comenzaron a enfrentar otro proceso de agresión: el de sobrevivir a ambientes diseñados por y para personas oyentes, incluidos los contenidos académicos y recreativos.
Claramente la ley dice que las instituciones que tradicionalmente atendieron a personas no discapacitadas se adecuarán: “a) transformándose en Unidades de Atención Integral que presten servicios tecnológicos, terapéuticos y pedagógicos a las escuelas integradoras, b) ofreciendo un servicio educativo formal a la población especial, en la que se cuentan las personas sordas y c) convirtiéndose en una oferta de educación no formal”, garantizando la “accesibilidad”, los “ajustes razonables”, el “diseño universal del aprendizaje”, etc., etc., contemplados también en posteriores ajustes a la ley (Ley 1618 de 2013, Decreto 1075 de 2015 y Decreto 1421 de 2017).
Valga decir, todos ellos tan parecidos que es inevitable preguntarse por qué tanta minucia no se ve reflejada en cambios sustanciales. Obviamente, los costos de incorporar docentes de apoyo, intérpretes y modelos lingüísticos en aulas con mayoría de estudiantes oyentes, hacen que dudemos de que pueda ser realidad.
La evaluación del desempeño escolar de niñas, niños y jóvenes sordos en instituciones educativas normales, muestra la connivencia de distintos estamentos en una situación que genera pobreza intelectual, falta de autonomía y de competencia para participar en distintos espacios. Prueba de ello es el bajísimo porcentaje de personas sordas admitidas en claustros universitarios, no sólo por la escasa preparación académica, sino por la falta de estrategias de las mismas universidades para ofrecer una plataforma de evaluación que se ajuste a la estructura de la lengua de señas, que evite la inequidad de evaluarlas en una segunda lengua, que es el castellano escrito que la mayoría oyente maneja.
El habla popular hace eco de la subvaloración que la cultura mayoritaria hace de la población con alguna discapacidad (¿más valdría decir con otra capacidad?), a través del uso de diminutivos (el cojito, el cieguito, el sordito), que acuñan la idea de lástima y de “tener que cargar con alguien”; le hace el juego a una ideología que le apuesta a generar lisiados en términos de ciudadanía, que se conformen con recibir eventualmente algún subsidio, antes que asumir la responsabilidad de formarse como personas autónomas y críticas de su propia realidad.
En este sentido es válido el análisis que Foucault hace de la tendencia de la Modernidad a diezmar fragmentos de la población que ofrecen poca resistencia a las estrategias unificadoras, a los mecanismos que uniformen y faciliten el control de los individuos:
“No habrá más batallas en sentido guerrero, sino lucha en sentido biológico: diferenciación de las especies, selección del más fuerte, conservación de las razas mejores. Del mismo modo, el tema de la sociedad binaria dividida en dos grupos extraños por lengua o derechos será sustituido por el de una sociedad biológicamente monista. Vale decir: amenazada por algunos elementos heterogéneos, que no son empero esenciales, puesto que no dividen el cuerpo social o el cuerpo viviente de la sociedad en dos partes hostiles, sino que son -así se podría decir- accidentales. He aquí, entonces, cómo emergerá la idea de los extraños que están infiltrados o el tema de los desviados como subproducto de esta sociedad” (Foucault, 1976: 72).
Quedan pues planteadas cuestiones como la corresponsabilidad que tenemos en el reconocimiento, no sólo de las voces, sino del corpus cultural que aglutina a las minorías lingüísticas, en pos de posicionarse como sujetos en igualdad de derechos para decidir y desarrollarse libremente.
Pero también queda en ciernes el asunto de cuáles ideas oculta, qué esconden esos mecanismos de dominación que son las leyes en un país como el nuestro, donde más allá de “lo políticamente correcto” de la inclusión, quizá lo que subyace es una clara intencionalidad de hacer desaparecer simbólicamente a cualquier clase de alteridad que suponga gastos excesivos en su atención.
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