La lectura literaria, especialmente la de ficción, es la actividad desarrollada en la escuela con mayor promoción fuera de esta. Ni las ciencias exactas ni las naturales tienen tantos y tan diversos defensores.
El prestigio social que en las últimas décadas ha ganado la lectura, así como el aparente consenso de que su ejercicio es necesario tanto para el desarrollo de los individuos como para el progreso de la sociedad, han favorecido la aparición de colecciones populares de libros, campañas de motivación, la implementación del Plan Lector, y el respaldo, aunque fuese protocolar e hipócrita, de autoridades y empresas, que en muy pocos casos se han manifestado abiertamente contra la lectura.
Aunque dicha promoción es bienvenida, aceptarla sin más implica algunos riesgos importantes.
Si se concibe a la lectura como un bien en sí mismo, ya no importará qué y cómo se lea siempre que se lea. Con ello, los esfuerzos se concentrarán en promover la lectura y no en enseñar a leer. Eso es precisamente lo que está ocurriendo en las escuelas, donde el verdadero objetivo ya no es que los alumnos se eduquen en la lectura, sino que, al menos, lean.
La diferencia entre ambos propósitos es abismal y marca la diferencia entre leer una novela o un árido aviso de periódico.
Nuestros índices de comprensión lectora están mejorando lenta pero constantemente, lo que quiere decir que, en el nivel más básico, nuestros alumnos entienden lo que leen. Eso es positivo, pero todos sabemos que no es suficiente, y lo es todavía menos en el caso de la ficción.
La ficción nadie nos enseña a leerla, y creo que es uno de los grandes efectos negativos que tiene la promoción de la lectura como la hemos entendido hasta ahora.
La necesidad de leer muchos libros, o de imponer la lectura de varios títulos como si la cantidad fuera el mejor signo de calidad en la enseñanza en la lectura, contraviene incluso el Currículo Nacional de Educación. Allí se señala que “El estudiante interactúa con diversas manifestaciones artístico-culturales, desde las formas más tradicionales hasta las formas emergentes y contemporáneas, para descifrar sus significados y comprender la contribución que hacen a la cultura y a la sociedad”
¿Logramos ese objetivo? Desgraciadamente, no.
La solución que podríamos ensayar, de momento, es sincerar nuestros objetivos. Si la promoción de la lectura corre por fuera de la enseñanza escolar, los maestros deberemos encargarnos de nuestra verdadera tarea, que consiste en enriquecer el proceso de lectura. Allí es donde realmente hacemos falta.
Cuando el Currículo hace referencia a la necesidad de “descifrar” los significados de las manifestaciones artístico-culturales, no se refiere solo a que los estudiantes comprendan lo que leen, ven u oyen, sino a que puedan inscribir esos productos en el contexto del que provienen, y que además puedan conectarlos con la tradición que los ha inspirado.
¿Cómo podemos lograr ese objetivo si nuestra principal inquietud es conseguir que los alumnos lean?
En principio, valorando las historias que nuestros estudiantes ya conocen: los cuentos para niños, las películas generacionales que comparten, las historias bíblicas, los cuentos populares propios de su tradición, las series de moda, los animes, etcétera. Y en segundo lugar, sentando las bases de la tradición occidental (los clásicos griegos, Cervantes, Shakespeare, la Biblia y la tradición local), a partir de la cual puedan establecer conexiones con cada producto cultural posterior.
Si conseguimos que ellos puedan relacionar El Rey León con Hamlet, y Hamlet con Juego de Tronos, y Juego de Tronos con La fiesta del Chivo, solo por poner algunos ejemplos, los habremos ayudado a tejer una red base para que en ella se inscriban todas las demás lecturas a las que estarán expuestos: el resto de la ficción que no desarrollarán con nosotros en clase, por ejemplo, pero también los productos culturales más recientes, que no se convertirán en experiencias aisladas sino en parte de esa gran lectura que constituirá su verdadero aprendizaje. Enseñar a leer es más importante que hacer leer, y nadie debe tener tan clara esa diferencia como nosotros, los maestros.
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