La responsabilidad que cargamos los que hemos abrazado la noble tarea de educar; en verdad, es enorme. En muchos casos se nos atribuye que somos el arquetipo, el ejemplo, el paradigma, el referente y el espejo de la sociedad. Pero si contrastamos esta perspectiva con la realidad, el panorama no es nada halagüeño. El testimonio que citaré, quizás sea un ejemplo patético de algunas acciones que como maestros realizamos sin el acto reflexivo previo. Precisamente fue durante una de las huelgas nacionales por las reivindicaciones laborales, en la que tomamos una de las principales avenidas de la ciudad, cuando al cabo de la misma el lugar quedó hecho un basural. Eso no es todo. Cuando ya nos retirábamos una señora que casualmente transitaba por ahí, aludiendo al eslogan creado por los huelguistas: “los maestros luchando, también están educando”, dijo con un acento que denotaba burla y sarcasmo: “los maestros ensuciando ¿también están educando?
Ahora cabe preguntarse, ¿A quién deberíamos culpar de tales incoherencias en su comportamiento? ¿A qué dimensión de su formación debemos enmarcarnos? ¿Será que no ha logrado una comprensión suficiente de alguna teoría del aprendizaje? ¿O será que tiene serios vacíos en la especialización científica de su área? ¿Qué tipo de ignorancia sutil subyace detrás de estas conductas? Planteamos estas interrogantes, sólo con el propósito de hallar la raíz del fenómeno. Precisamente, a esta dimensión nos hemos permitido llamar la crisis en la formación axiológica y humanística del maestro.
A la luz de la teoría sociocultural de Vigotski, estaríamos en condiciones de afirmar que, el niño en su zona de desarrollo real registra en el subconsciente, todo el currículo oculto que opera en el contexto sociocultural. Naturalmente esto implica no solo conocimientos o saberes, sino con mayor énfasis a patrones de pensamiento y acción. En efecto, si en la zona de desarrollo próximo (escuela) donde deliberadamente interviene el docente, no se canaliza adecuadamente, lo que el niño ya aprendió, se corre el riesgo de de que la asimilación de los aspectos negativos de la cultura (antivalores), en lugar de corregirse, se normalicen, conllevando a una interpretación tergiversada de la realidad y que no coadyuva en la tarea de formar auténticos seres humanos. Siendo así la escuela debe ser una poderosa catalizadora entre el contexto real y el ideal de persona que buscamos.
Aquí cabe sincerar algunos aspectos. Preguntémonos como maestros ¿Estamos en condiciones de brindar las herramientas necesarias para hacer sostenibles las actitudes positivas de nuestros alumnos? ¿En qué medida repercute la calidad humana que demostramos, en los actos más irrelevantes y cotidianos en lograr ese noble propósito? porque como ya es sabido que, nadie puede dar lo que no tiene. Tal parece que hemos tocado el meollo del asunto que ocupa de sobremanera nuestra atención y que nos motiva a escribir lo que al respecto pensamos.
Muchos hemos escuchado adagios sublimes como aquella que dice “que ser maestro es sinónimo del ejercicio de un apostolado”. Esto implica que el maestro es un personaje cuyas normas de vida están regidas por los más elevados principios de humanismo como el altruismo, el amor incondicional, la generosidad y la filantropía. En definitiva esto tiene que ver mucho con la formación inicial y continua de los maestros. Porque claro está, si este es el perfil básico del profesional de la educación ¿Por qué se da por supuesto, este aspecto, en las evaluaciones de ingreso en las entidades formadoras que, sólo se limitan a explorar un cúmulo de conocimientos, las cuales no tienen ningún correlato con la calidad de persona que se requiere para forjar un maestro idóneo?, más aún ¿Por qué durante su formación continua se da por hecho esta dimensión que va mas allá de la dimensión científica y técnica? Naturalmente, estas interrogantes nacen porque todos los maestros aspiran a mejorar su desempeño en aula, sin embargo lo preocupante es que, pocos han reparado en elevar su cociente emocional, pues, tal como demostrado ya en muchos estudios, es determinante.
Si intentamos hacer un análisis comparativo de los efectos colaterales que pudieran producir los errores humanos en el ejercicio profesional de un ingeniero, un médico y un maestro, la gravedad iría de manera ascendente y el orden de hechos sería más o menos así:
En caso de que una construcción, a cargo de un ingeniero, sea defectuosa, quizás colapsará causando pérdidas materiales y personales. Si en un acto médico no se administra el medicamento apropiado a un paciente, se corre el grave riesgo de que este muera o se agrave más. Si un grupo de niños en lugar de ser formados son deformados, quizás una generación entera se pierda.
La magnitud del daño es indiscutible pues, el que lleva la mayor carga de responsabilidad es el maestro. Para arribar a una conclusión menos subjetiva, veamos los siguientes razonamientos: Un edificio mal construido, con algún esfuerzo es factible reconstruirlo. Una vida, aunque esto implica mayor gravedad, es irrecuperable. Pero es una frente a generaciones, que tiene en sus manos el maestro. Bien puede estar potenciando a los líderes del mañana o “matando” talentos directivos del futuro. Los costos sociales son demasiado altos y con réplica a largo plazo. En síntesis, los efectos derivados del accionar del docente son más sutiles, pero de mayor alcance y de por sí, más nocivos.
La responsabilidad que nos toca asumir es enorme, tal como lo sentenciara el Amauta José Carlos Mariátegui:
…de todas las victorias humanas les toca a los maestros en gran parte el mérito. De todas las derrotas humanas les toca, en cambio, en gran parte, la responsabilidad.
Por tanto está en sus manos dirigir y transformar la misma historia de la humanidad, tal como lo hicieron los grandes maestros como Cristo, El Buda, Mahoma, Zoroastro…
En síntesis, sin formación ético – moral, no sirve para nada resolver ecuaciones. En consecuencia es hora de formular reformas en el currículo de formación de maestros esta dimensión humana para luego hacerlo sostenible en aula.
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